martes, 18 de enero de 2011

La prisión

Tras muchas décadas sin verse, dos exprisioneros que se habían conocido en un campo de concentración nazi se reencontraron inesperadamente en una plaza pública. Tras darse un fuerte abrazo, decidieron tomar un cafecito para conversar un poco sobre sus vidas.

- Esos nazis no tenían el derecho de hacernos eso – comenzó diciendo el primero -. Mira que querer acabar con todos nosotros.

- Bueno, - contestó el segundo – gracias a Dios salimos vivos y pudimos reconstruir nuestras vidas. Me casé con una hermosa mujer, tuvimos tres maravillosos hijos y ahora estoy esperando a mi séptimo nieto – agregó con una gran sonrisa en los labios-.

- Si, - replicó el primero alzando la voz – pero es que no tenían derecho. ¿Quién les dijo a ellos eran una raza superior? ¿Quién les dijo que tenían el derecho de gobernar al mundo?

- No fue bueno ni fue justo – contestó con voz moderada – pero ya salimos de eso y luego se nos abrieron muchas puertas y oportunidades que supimos aprovechar. Empecé con un pequeño negocio que fue creciendo, y ahora mis hijos están a cargo de la empresa que tiene locales en cinco países.

- Claro, claro – interrumpió nuevamente el primero – pero insisto que no tenían el derecho de encarcelarnos, de apartarnos de nuestras familias, de quitarnos nuestras vidas, de …

Mientras seguía despotricando de los nazis y de lo mucho que sufrieron, su compañero se quedó en silencio, viéndolo con compasión. Finalmente, cuando un sorbo de café brindó un breve silencio entre los dos, comentó:

- ¿Sabes?, hace más de cuarenta años terminó la guerra, los nazis fueron perseguidos y juzgados, y lo más importante es que dejaron de gobernar en su país, pero Tú, mi querido amigo, Tú sigues siendo prisionero de los nazis, ellos ya no están, pero Tú continúas viviendo en sus cárceles.

No hacen falta ejemplos tan drásticos para darse cuenta de que muchas veces nos ocurre lo mismo. El enojo, la ira, el rencor y el odio nos convierten frecuentemente en prisioneros de la otra persona, incluso sin que ella misma lo sepa. Por alguna circunstancia, con o sin razón de peso, acumulamos en nuestro corazón enojo, rencor y hasta odio hacia alguien. Cada vez que pensamos en ello nos amargamos, nos ponemos de mal humor y perdemos nuestro equilibrio emocional. Ni hablar de cuando esa persona se nos cruza en el camino, entonces se nos revuelven todas las entrañas. Mientras todo eso ocurre en nuestro ser, el otro vive tranquilamente sin enterarse ni afectarse por nada. En realidad con eso le estamos entregando al otro poder sobre nuestra vida emocional, un poder que el otro no ha pedido, ni se merece, y muchas veces ni siquiera conoce de su existencia. 
Guardar enojo, ira, rencor y odio en nuestro corazón normalmente no perjudica al otro sino a nosotros mismos, ya que son como un botón de autodestrucción de nuestro espíritu.

.